miércoles, 3 de septiembre de 2008

AGUR ANDRE HANDIA


Érica jugaba, creaba, estallaba y callaba, Érica tenía sus juegos y lo incluían, se sentía él a veces sólo como el juguete, el instrumento. Tal como la culpaba de lo que había vivido, la hacía responsable de los enmarañados hilos que lo hacían girar al antojo de ella, sin que fuera cierto, cierto del todo. Érica divina, Érica perversa, Érica luminosa, feroz, amable, muda, odiosa, otra vez divina. Érica, dueña de la tierra, sutil titiritera que lo llevó a ese paraíso, al mar, la arena, el sol, la más brillante, natural, espesa escenografía que había concebido para estar con él.
Aquello que lo fortalecía, además del no menor hecho de su amor, era la perdurabilidad de ese instante que sus retinas fugazmente percibieran en la eternidad de su memoria. Su perfil sencillo, parejo, desbordante en hermosura, detrás el mar, la línea del infinito, la belleza, la vida. Si ella lo dejaba, si ella se cansaba de manejarlo, de tejerlo, de amarlo, él tendría todo el caudal que reportaba esa vista, nítida, brumosa al tiempo y a la percepción, pero tan clara al corazón, que no sería devorado por ningún acontecimiento, allí como una fotografía, pero que sólo él contenía, su mente, su alma, él. Indescriptible, inolvidable, la inmensidad, la fugacidad, un instante imperecedero, inviolable a la realidad, la domesticidad, lo común, lo perenne, lo que no vale la visión de un instante.
Y se lo dijo. Le transmitió esa impresión. Y su contenido era el eco de un reproche: si me abandonas, si me desprecias, yo conservaré este instante, previo a eso. Sin embargo, llevado por esa imagen, de bruma onírica, prosiguió describiéndola y acabó en requiebros y generosa entrega.
- Yo siempre he amado el mar, esa inmensidad azul, tan atrayente, tan fuerte; no debe haber en el mundo lugar más hermoso ni sugerente en el que uno se pare frente a él y sienta una pasión semejante. He pensado eso hasta que te conocí. Luego de tener el infinito placer de ser mirado por ti, me di cuenta que el mar no es sino un pálido reflejo de tus ojos. (Parte 6, ítem II)



AUTOR Y DRAMATURGO.

FRANCO B. MONZANI

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